Monografias.com > Sin categoría
Descargar Imprimir Comentar Ver trabajos relacionados

Iruya – La Princesa Chibcha de Guatavita (página 2)



Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7

Aquellos conocimientos adquiridos
gratuitamente, sobre cualquier materia: tanto los hechos
acaecidos, los conocimientos aprendidos, las vivencias relatadas,
las enseñanzas expuestas, manifestadas o adquiridas
mediante su divulgación entre todos los humanos, siempre
debían ser extendidas y proporcionadas hacia los
demás, sin recibir a cambio compensación de
ningún tipo. Existen en la Mitología Muisca cerca
del centenar de miembros hacedores de Bague, -la abuela de
todos-, aunque no todos eran provechosos y positivos para este
pueblo. Los dioses estaban relacionados entre sí y a su
vez con el principal de todos ellos: el Sol -Zué-; a quien
debían todas sus energías y las demás cosas
existentes; también con la Luna -Chía-; que les
alumbraba las oscuridades de la noche y, -de quienes ya se
decía: que ambos eran pareja indisolubles-. Otro hacedor
muy importante fue Chiminiguagua, hacedor de la luz; junto a
Bachué, madre de la humanidad y a Bochica, dios de las
enseñanzas, buenas costumbres y oficios-, etc.: formaban
la trilogía más destacada de todos los hacedores.
Los centros más importantes de culto religioso, de las
enseñanzas de oficios y costumbres sociales, estaban
ubicados y extendidos por las zonas conocidas hoy en día,
como: Sogamoso, Baganique, Guatavita, Bogotá,
Tocancipá, etc.

La familia era el eje social y principal de
la convivencia; varias de ellas formaban los clanes, varios
clanes formaban las tribus, pertenecientes a una misma etnia y
eran regidas por caciques, jeques o zipá, recayendo el
nombramiento en el sobrino del anterior cacique (hijo mayor de la
hermana); éste, en preparación: debía
guardar un ayuno durante 7 años, donde no podía ver
la luz del sol, ni mantener relaciones con mujer; entre otras
cosas. La ceremonia de investidura del nuevo cacique, finalizaba
con el baño del aspirante sumergiéndose en el
centro de la Laguna de Guatavita, para adquirir la
sabiduría necesaria para gobernar a su territorio. Los
chibchas ya estaban muy desarrollados social y culturalmente,
cuando tuvieron contacto con los invasores
españoles.

Estaban políticamente muy bien
organizados -bajo la tutela del zipá, cacique o jeque- que
era el personaje más instruido, capacitado y además
de querido: era respetado por su pueblo, un personaje autoritario
y bondadoso a la vez, con voz y mando, es decir: con poder
absoluto; su rango le venía determinado por la herencia,
preparación y ceremonias, antes dichas.

CAPÍTULO II.

Iruya
pescando

Aquella tarde de desmedida quietud pero de
un calor sofocante, como ya venía haciendo desde
hacía varias jornadas, Iruya se había ido a pescar
a la quebrada del Chaleche o del Granadillo, lugar de su
preferencia, no lejos de su aldea, a unas dos leguas de distancia
y habiendo advertido previamente a su madre, quien siempre
cedía a sus deseos, pero siempre lo hacía
protestando y a regañadientes, porque deseaba -con
bastante lógica– que siempre le acompañase su
hermanito Mann -en todas sus salidas fuera del recinto de la
aldea- a lo que ella se oponía con toda rotundidad, pues:
entonces tendría que estar todo el tiempo pendiente de
él y de sus travesuras. Iba la princesa (hija de
Menquetá) muy bien dispuesta y alegre, con su caña
de guadua o bambú, de buen tamaño y cortada
oblicuamente en una de sus puntas a forma de arpón, camino
del lugar, donde ya en varias ocasiones había estado
pescando con cierta fortuna y, se disponía ha hacerlo con
mucha ilusión y ganas; anhelando, en esta ocasión
de ensartar , segura estaba de ello, al enorme pez que
anteriormente (la última tarde que estuvo de pesca) se
había burlado de ella sensiblemente; no dejándose
atrapar, como si quisiera excitarla en un juego interminable;
donde el pez siempre tenía toda la ventaja: al estar en su
propio medio, para pasar rozando los muslos de la doncella con
los bigotes o con las aletas, especialmente la cauda, pues era
esa la que notaba Iruya con más frecuencia y le despertaba
gran sensibilidad. Llegó en poco tiempo al pequeño
cauce de aquella quebrada, que constituía una de las
múltiples salientes desde su territorio hacia el
occidente.

Quizás hubiese encontrado mejores
capturas en algunas otras vertientes más alejadas de su
aldea, pero ella sentía miedo comprensible, si se alejaba
más allá de los terrenos que conocía. No le
agradaban las aventuras en los terrenos selváticos, donde
abundaban muchas fieras salvajes y los peligros rondaban por
todas partes.

Marchó corriente abajo hasta llegar
a un recodo que conocía, donde se formaba una amplia,
profunda y tranquila charca, como consecuencia del remanso que
adquirían las aguas al salir del meandro anterior.
Allí era donde se las había visto la última
tarde con un hermoso ejemplar de cirulo, perca, lucio, o similar,
al cual ella le calculaba un peso cercano a la arroba. Durante el
trayecto recorrido, nunca advirtió: que era observada con
gran admiración y recato por los ojos de un desconocido e
impaciente mortal, hambriento de captar los delicados
movimientos, que la joven desarrollaba en su pretendida pesca
(ese era yo) y, tampoco se percató del joven vecino
(Teuso), príncipe de la aldea Guasca, situada más
al sur, quien: había quedado prendado de ella, lunas
atrás, cuando la había visto en los alrededores de
la laguna, con motivo de las celebraciones anuales y, desde
entonces, la llama del amor, que había despertado en
él, se sublimaba con su presencia; siguiéndola a
todas partes por donde ella se desplazaba durante el día,
acongojándose durante las noches y en un continuo
duermevela: que no le dejaba vivir, ni descansar.

Estaba entretenida a la orilla del arroyo,
disponiéndose a iniciar su tarde de pesca y los cuatro
ojos la observaban en la distancia con embeleso, tratando de
adivinar los próximos movimientos que haría la
joven, para alimentar con ello los momentos de éxtasis en
que se encontraban. Ninguno de ellos tuvo tiempo de notar la
presencia del otro, llevados por la atención de los cinco
sentidos, que le dedicaban a la contemplación de la
princesa.

Las aguas cristalinas murmullaban a su paso
formando un caleidoscopio traslucido y discurrían las
estribaciones de las serranías cercanas, carentes de
contaminación, por todos los Andes Noroccidentales,
buscando los bajos del Quindío en su unión con
Cundinamarca y seducidas por el gran Magdalena: para llevarlas
mansamente, filtrando las vertientes de gran profundidad, las
pendiente formadas por cumbres altísimas y cubiertas de
grandes árboles; cuya frondosidad, de una selva ecuatorial
riquísima en flora y fauna, constituyen uno de los
pulmones y vergeles terrestres más significativos para la
humanidad. El arroyo donde ella se encontraba recogía las
aguas de toda la vertiente norte de la Cuchilla de Peñas
Blancas y gran parte de los humedales colindantes con la parte
noreste de su aldea; no era muy profundo, ni caudaloso
-más bien parecía un riachuelo- que sólo se
revolucionaba en contadas ocasiones, cuando las grandes
tormentas, descargaban en su cabecera.

Lo importante para Iruya, era: lo cercano
que estaba de su aldea y, a pesar de no ser muy rico en peces,
ella siempre había tenido mucha suerte en aquel lugar, no
habiéndose ido nunca de vacio. Por otra parte, de alguna
forma se sentía más protegida que en otros lugares,
que aún siendo más cercanos a su aldea, le
producían un resquemor mental, donde su estado de
conciencia, le aconsejaba: el permanecer por poco tiempo en el
lugar; sin embargo, allí, el espacio era más
abierto y luminoso, no estaba lejos de su aldea y sentía
como: la presencia de un ser espiritual, que la estaba
protegiendo continuamente -quizás fuese el amparo que le
extendía hasta aquél lugar: la diosa Bague, para
protegerla de cualquier peligro.

-Actualmente el lugar se encuentra a pocos
kilómetros de Bogotá, capital del país
colombiano-. La hermosa princesa, trataba de pescar algún
pez distraído o adormecido ante sus encantos, se
decía a sí misma mentalmente y en tono jocoso, pero
en su interior pensaba en capturar el pez, que tanto se
había burlado de ella, la última tarde que estuvo
pescando en aquella charca y que la irritó o éxito
sobremanera… Amigo lector, debes saber -de antemano- que:
muchos de los peces -por no decir todos- y cuanto más
grandes son: desarrollan más su inteligencia, se hacen muy
apacibles y parecen adormecer, en la quietud de su ambiente, al
contemplar la belleza cercana, máxime, cuando se
manifiesta tan apetecible de contemplar y lo hacen: siempre que
pueden contemplarla, en sus más dispares representaciones.
¡Dalo por cierto: pues contemplar a Iruya era de
éxtasis para ellos y para cualquier mortal!… "Sin lugar
a ningunas dudas: para mí lo era…"

Sus bucles negros cómo los ojos de
mi amigo Platero: con una raya central que dividía su
cuero cabelludo en dos mitades perfectamente simétricas y
uniformes -desde la frente a la coronilla- parecían
dividir un mar nocturno, oscuro y en calma -con ondulaciones de
marejadillas mediterráneas- que no llegaban a
encresparse.

¡Quizás, en aquella cabecita
se perduraban las imágenes vividas por el pueblo
judío: cuando Moisés separó las aguas del
mar Rojo en dos mitades huyendo de la esclavitud, a la que el
faraón de Egipto tenía sometidos al pueblo
israelita!

A ambos lados le caían sobre los
hombros, bajando en paralelo y en cascada creciente hasta la
cintura. Armonizaban su cuerpo un busto perfecto, parecía
estar conformada por el aliento de una diosa; su femineidad
resplandecía adornada por una incipiente
juventud.

Estaba radiante con el reflejo de luces,
que le proporcionaban las aguas donde se encontraba. Su estatura
sería ligeramente superior al metro sesenta y cinco
-quizás superior a la media de las mujeres de su etnia-;
no tenía un gramo de grasa encima, se le notaba en la
tersura de su piel, la silueta de adolescente y las curvas
perfectas que la musculatura femenina daba a su cuerpo. Sus
cejas, parecían pinceladas del gran catalán
Dalí… Sus ojos verdes intensos parecían el
corazón de las minas de esmeraldas de Las Cruces de
Gachalá-. En cuanto los pude observar, aún estando
lejos de donde ella se encontraba, me dejaron perplejo, anonadado
y llegaron a inspirarme estos versos, que nunca quisieron
competir con los del maestro sevillano Gustavo Adolfo
Bécquer-…

Ojos verdes…

PORQUE SON TUS OJOS VERDES:

¡NIÑA!, COMO EL MAR TE
QUEJAS.

"GUSTAVO…, ME MACHACO":

PARA NO ENTRAR EN DILEMAS;

¿QUE OJOS..?.

¡POR DIOS, QUE SON!:

LOS TUYOS…;

¡AY MI QUIMERA!…

VERDES, VENTANAS DE AMOR…,

LOS CLAROS RIOS DEL SOL

REFRACTANDO PRIMAVERAS "…

LAS ASCUAS DE MI PASION…,

LOS OJOS DE MIS REYERTAS…;

"AQUELLOS…, QUE DAN CALOR,

CON SU MIRADA TAN TIERNA".

LA VEJEZ SE ME PARO,

POR CONTEMPLARLOS,

¡SIQUIERA!

Y…, NO OBTUVE UNA
CEGUERA…:

PORQUE, ME DIERON SU AMOR.

Estaba semidesnuda -con un jergón
multicolor de bandas paralelas horizontales y lo tenía
arremangado hasta media nalga; estaba metida hasta las rodillas
en las aguas cristalinas y poco profundas de una enorme charca
que el río formaba en el recodo de un meandro de paredes
basálticas, donde actualmente se encuentran enclavados los
embalse de Chivor o el del Tominé. Un pez parecía
juguetear con ella, -como al ratón y al gato-… Ella
parecía un arco iris en movimientos continuos y
zigzagueantes que quisiera esculpir -con sus rayos- los guijarros
adormecidos de las aguas cristalinas de aquel riachuelo. Imagino
que perseguía algún encantado pez de buen
tamaño, por el énfasis que ponía en ello, ya
que, las aguas se agitaban a su alrededor, como tratando de
hacerle un carrusel embaucador y muy posiblemente era así:
que el pez se afanara placentero en rozar, con sus largos bigotes
o con su aleta caudal, los muslos inmaculados de la
adolescente…

Estaba tratando de ensartar al hermoso pez
que más bien parecía la sombra de su silueta,
agitándose con gráciles movimientos sobre el lecho
de las aguas y andaba toda afanosa con su caña de
bambú o (guadua) en forma de flecha, pues la tenía
o se la habían cortado finamente en oblicuo por una de sus
puntas. Su frente resplandecía como un diamante bruto que
fuese a ser tallado por la adecuada herramienta de algún
dios ecuatorial, debido al luminoso escándalo que se
traía el sol al reflejarse en el rocío de sudor que
brillaba por todo su rostro.

El cabello le caía en cascada por
sus hermosos hombros como ramales nocturnos de las Cataratas del
Iguazú (en la provincia de Misiones), enclave de
Argentina. La sabiduría escultórica del Gran Miguel
Ángel parecía estar reflejada en sus facciones;
quizás, por mandato de los dioses habría surgido
tanta belleza, como encerraba la jovencita. El perfil de su
rostro, su semblante de bondad y la silueta de su cuerpo
así lo manifestaban. Muy probablemente ellos mismos
habrían encargado a algún duende de las regiones
selváticas, muy encarecidamente, de cincelar aquel rostro
virginal.

Era ágil en sus movimientos y muy
posiblemente al buen observador local, le pareciera: la flor
más exquisita de aquellas serranías; surgida, como
reserva natural que había caído en las aguas de
aquel charco, tan sólo para perturbar su plano de quietud,
o -como la hermosura que llegaba virgen desde los astros-, con
los movimientos sincronizados para excitar a cualquier duende,
invitándolo a salir de su escondrijo y premiarlo con su
virtud, a cambio de concederle el deseo de la captura de su
hermoso pez. Se afanaba concienzudamente y, lo hacía a
buen ritmo: en continua perseverancia, agilidad y
persecución al ejemplar codiciado.

No cesó en su empeño hasta
que al cabo de una buena media hora, (calculada por los latidos
de mi corazón), definitivamente consiguió su
captura y lo ensartó como un trofeo: premio a su gran
tesón y reflejos.

Con gran esfuerzo sacó al enorme pez
del agua, casi arrastrándolo hasta la orilla. Era un lucio
de vistosos coloridos, de más de media vara de largo y
casi una arroba de peso. Brillaba como un enjambre de
luciérnagas, con sus movimientos persistentes tratando de
escapar en continuos aleteos.

Se sorprendió muchísimo al
verle salir del agua con aquellas pintas claras que reflejaban el
sol en multitud de direcciones. Ella no lo sabía, pero era
rarísimo haber podido pescar aquel pez, en aquel lugar y
tan diestramente.

Tuvo mucha suerte la princesa de traspasar
aquél hermoso pez con su caña-guadua y de no
haberle acometido durante su captura, pues la reputación
de este pez es que se trata de una de las especies más
feroces de agua dulce.

Cierto es, que la tuvo pues aquél
ejemplar que parecía un caballo, tenía las
mandíbulas de cartílago y no de huesos; no entraba
ella dentro de su dieta alimenticia, porque seguro que se la
habría comido; parece ser que esta especie sólo se
alimenta de pequeños cangrejos, otros pececillos, algunos
alevines, ranas, renacuajos, etc.

No me cabe la menor duda que este lucio
había sido hechizado por los continuos movimientos -sin
cuartel- que ella le hacía en su persecución hasta
que llegó a someterlo completamente. Lo mostraba con mucha
alegría a los cuatro puntos cardinales, ensartado en la
punta de su lanza, como lo tenía y queriendo dar gracias a
las deidades por haberle permitido su captura. El pez
resplandecía y, a duras penas podía enderezarlo
firmemente en la punta de su arpón, pues se le balanceaba
la caña por el peso del pez, pero en ningún momento
mostró signos de cansancio. Segura estaba de lo que
hacía y, sabía: del riesgo de perder su captura, si
se dejaba llevar por el desfallecimiento -después de tanto
esfuerzo-, como había desplegado hasta conseguirlo.
Sonriente y segura de sí misma se regocijaba de su
destreza, mientras con nervios de acero mantenía a su
presa bien clavada contra la arenisca y los guijarros de la
orilla. Miró en su alrededor hasta que encontró a
su alcance una piedra de mediano tamaño, que
calculó podría manejar con una sola mano, para
rematar al pez con los golpes que le diera en la cabeza-. Con los
coletazos de aquel magnifico pez se le apaciguaron los nervios y
hasta la ligera brisa que poco antes refrescaba el ambiente,
amainó.

Cuando se recuperó del esfuerzo que
había hecho y habiendo terminado el pez de dar su
último movimiento o coletazo; se incorporó y
aderezó un tanto: enjuagándose en la orilla del
río, con almorzadas de agua que recogía con ambas
manos y se las lanzaba contra su rostro, sin importarle mucho las
salpicaduras o el mojarse otros sitios de su cuerpo, pues
hacía una temperatura muy agradable y casi podría
decirse: que se agradecía un buen remojón; para mi
desgracia no quiso bañarse después de su gran
esfuerzo; aunque mi alma, también pudo contemplarse en un
estado de éxtasis perfecto, tan sólo irradiado
desde su cuerpo, por tanta belleza natural, como se escapaba en
el ambiente. Cogió la caña que tenía al pez
ensartado de lado a lado y se la sacó para atravesarle
nuevamente, por el lugar donde se encontraban las agallas; lo
lavó concienzudamente en la corriente que discurría
y, haciendo un movimiento que casi sobrepasaba su capacidad
física, se lo echó sobre las espaldas, apoyando la
caña sobre su hombro derecho; de forma que la parte
más alargada de ésta, quedaba casi horizontal e iba
hacia su afrontada, donde mantenía enganchada ambas manos
-de la misma forma que se coge el astil de una azada al llevarla
sobre el hombro. Ahora la caña si se bamboleaba con cada
paso que daba, con el pez atravesado y pendulaba de derecha a
izquierda o viceversa, pero sin peligro de soltarse… Se
puso en marcha con gran ánimo y coraje, pensando en la
buena acogida que le darían sus más allegados y los
componentes de su aldea, cuando la viesen llegar con el enorme
pez. Estaba muy orgullosa de sí misma y también
pensando en volver a la misma charca, tan pronto como le fuese
posible e iniciar otra captura.

En verdad se había divertido de lo
lindo…, y yo era un observador expectante y feliz. Su
presencia me producía un placer espiritual tan intenso,
que en más de una ocasión me vi obligado a contener
mi entusiasmo, evitando manifestaciones de alegría o
regocijo que pudieran ser oídas por ella, haciendo -por mi
parte- un gran esfuerzo de voluntad para impedirlo, evitando ser
auto delatado. Aquella niña-mujer era cautivadora -este
día quedará grabado en mi historial mental, como
uno de los más felices-, marcando un nuevo hito que
deslindará una etapa de mi paso por la vida. Son hechos y
recuerdos que perduraran -mientras dura la vida del individuo– y,
seguramente quedaran liberados cuando los archivos de la mente se
abran al espacio y éstos se escapen como los vapores de
alguna bodega vieja…

Se iba aficionando a la pesca, pues en
otras ocasiones anteriores, siempre había podido atrapar
algún pez que otro; aunque, nunca, de las
características y tamaño de esta pieza. El pez se
pendulaba en la caña, pero sin gran riesgo de soltarse y
caer al suelo; ya no perdería su captura, se había
cerciorado de que estuviese bien muerto.

Caminaba sonriente y segura de todo lo
acontecido en aquella jornada; mostrando su destreza, por sus
nervios de acero y pensaba interiormente que aventajaba -en la
efectividad de la pesca- a muchos adolescentes conocidos y
nativos de su aldea.

Manteniendo su trofeo colgado de la
caña y a sus espaldas, manifestaba su felicidad comenzando
a canturrear unas glosas en honor a la diosa
Bachué…

"Se tiene por seguro que Bachué era
la primera mujer de donde emana toda la etnia muisca y es
considerada la madre de ese pueblo".

"Iruya parecía dominar perfectamente
todos sus movimientos y con gran facilidad…".
Aparentemente lo era por cierto; daba de vez en cuando alguna
zancada más arriesgada que las otras, como si diese una
cojeada -eran signos de alegría o también una
expresión de agradecimiento a Bachué por la captura
de aquella pieza- y, parecía que el pescado le brincaba
encima -al unísono y superpuesto- sobre sus
espaldas.

"Por el entorno nacen una serie de
arroyuelos en las quebradas limítrofes que van recorriendo
desde sus nacimientos la parte occidental de las
serranías, muy ricos en peces y van confluyendo unos en
otros, engrosando sus caudales con todas las aguas de las
cañadas colindantes de sur a norte hasta llegar al gran
río Magdalena, que finalmente desemboca en el mar Caribe y
el más importante de Colombia. Yo me encontraba -desde mi
subconsciente- observando cada paso y movimiento que daba
ésta divina pescadora; dispuesto a emplear mi tiempo
venidero: en contemplarla a lo largo del espacio y el tiempo que
me fuese permitido vivir, no tan sólo, por complacencia
personal -para regocijo de mi alma- sino también, claro
está: para poder contarles a ustedes lo que estaban viendo
mis ojos y para fortalecer mi ego viril. No habría
recorrido ni 300 varas desde la orilla de la charca -donde estuvo
pescando- entre las adelfas, algunos arbustos madroñeros y
juncales, que siempre se interponían, como queriendo
interrumpir los idílicos momentos de felicidad que me
consumían: cuando hizo un alto en el camino que
seguía una línea zigzagueante y se prolongaba en
una pendiente algo pronunciada, trasponiendo más
allá de lo que alcanzaba la vista, pues se adentraba a la
izquierda por un viso que posiblemente diese a un recorrido
más llano y más cómodo de transitar al ser
menos escarpado. Se le notaba sensiblemente incómoda y
cansada al andar y muchas veces la vi tratando de hacer un
equilibrio natural para permanecer erguida pues el piso del
camino, o lecho seco del arroyo, por ser muy irregular, debido a
los guijarros o bolos que permanecían medio hincados en la
superficie por la que ella transitaba, no le permitían
circular con cierta holgura, como en ella era habitual. En ese
preciso lugar, fue cuando: con sumo cuidado se descargó
del lucio -poniéndolo sobre unas hojarascas que estaban a
la sombra de una platanera de mediano tamaño- y,
volvió a meterse en las aguas hasta las rodillas,
rociándose por todo su cuerpo con el agua que
recogía con las palmas de las manos -que mantenía
juntas por los filos de los metacarpianos de sus dedos
meñiques- e incluso un par de veces se recostó para
que el agua le cubriese en todo lo posible, pero no llegó
a meterse entera bajo la superficie, ni tan siquiera
permitió introducir su linda cabeza dentro de la
corriente, como temiendo: ser narcotizada por la corriente
saltarina y por segundos tener que perder la visión
momentánea del entorno. Tan pronto como se
incorporó de nuevo, arrancó unos juncos cercanos y
los trenzó a modo de tres cabos; una vez terminada la
cuerda -que había confeccionado con los juncos-,
quitó la caña y por el mismo sitio en que
tenía ensartado al pez, metió la trenza de juncos y
la anudó como si fuese un anillo; arrancó una hoja
de platanera -que arroyó alrededor del anillo de juncos-
de forma que al ponérselo sobre su frente, suavizase el
roce de los juncos sobre su piel.

Colocó al lucio envuelto en otra
hoja de platanera y semi enhebró el anillo con su cabeza
-fijando la cuerda hecha contra su frente- de tal forma que,
quedó el pez sobre sus cervicales, evitando la tendencia a
resbalar por la espalda; el propio anillo de juncos trenzados lo
evitaba, por estar como engorrados a su frente.

Emprendió de nuevo el camino, ahora
empinado en zigzag que bordeaba el río, con una
inclinación suave -que lo alargaba más, en
proporción al espacio recorrido-, pero resultaba
más cómodo de transitar; mientras lo hacía,
se ayudaba -a modo de garrote- con la propia caña de
guadua o bambú, que le había servido de
lanza…

A medida que subía -ese recorrido
más difícil-, se iba acercando a un pequeño
valle; donde al final del mismo y bordeándolo estaba
situada la laguna: era la laguna de su aldea Guatavita,
sobresaliendo en el llano colindante, algo lejos de su orilla,
más cercanas: estaban agrupadas casi medio millar de
chozas circulares, que conformaban su aldea cordillerana. Sobre
dicho asentamiento se construyó hace más de
cuarenta años, el hoy en día, denominado embalse
del Tominé, uno de los reguladores de las aguas al norte
de Bogotá, en las estribaciones de los Andes
Orientales…

Realmente este embalse ocupa casi todo el
territorio donde antes estaban las indígenas aldeas de
Sesquilé y Guatavitá.

Con una capacidad de 700 millones de m3 de
agua, está considerado como una de las reservas vitales de
la zona, que abastece -junto con los embalses Sisga y Neusa a la
región -que rondan los 10 millones de personas- y,
especialmente suministra las aguas a Bogotá, a
través del acueducto que le llega a la planta
potabilizadora de Tibitó. Regula las aguas del río
Bogotá, atiende a las necesidades de la
hidroeléctrica del Tequendama y evita las inundaciones de
la sabana.

"Quisiera relatar aquí: el
carácter firme, de laboriosidad y la gran valentía
de los indígenas chibchas -tanto en sus hombres, como en
sus mujeres".

Por la zona donde nos situamos -el Valle de
Iraca- estaban enclavados la mayoría de los
indígenas chibchas; además de estar varios de los
más importantes centros de cultos sagrados de la
región cundinoboyarense.

Cuando los españoles invaden su
territorio y saquean sus aldeas; los chibchas se vuelven fieras.
Después Quesada invade Sogamoso, incendia el Templo del
Sol y saquea la ciudad, entonces los chibchas dieron buenas
pruebas y muestras de su valentía.

El incendio del templo del Sol fue una
nueva muestra del salvajismo de aquellos hombres osados, faltos
de escrúpulos y sin sentimientos, pero constituyeron unos
momentos culminantes de la invasión para la conquista y
sometimiento del pueblo. Ocurrió en agosto de 1537, cuando
Gonzalo Jiménez de Quesada acababa de llegar al altiplano,
un año antes de la fundación de
Bogotá.

Los españoles habían retenido
al nativo llamado Baganique, quien sometido a torturas fue
delatando los tesoros de Hunza y describió todas las
riquezas que contenía el templo dedicado al culto del Sol
y estaba ubicado en los terrenos del cacique Suamox, -quien
después aceptaría la religión
católica como propia y de los suyos, pasando a llamarse
Don Alonso, quien finalmente murió en la miseria, triste y
abandonado. Cuando el capitán Gonzalo Jiménez de
Quesada quiso expoliar a plena luz del día el templo del
Sol, dos de sus subalternos -los soldados Miguel Sánchez
de Llerena y Juan Rodríguez Parra- le desobedecieron e
incendiaron el recinto la noche anterior para penetrar, sin
más demora y diezmar los tesoros allí existentes.
Dicen los entendidos y versados en el tema, que el recinto estuvo
ardiendo durante más de seis años y que todo lo que
observaron los dos pirómanos se quemó en su
presencia. Suponiendo los nativos -por su cacique que los
españoles iban a saquear los tesoros del templo del Sol-
tiraron todos los objetos más valiosos al lago Tota,
algunos de ellos posteriormente fueron recuperados,
encontrándose algunos en el museo de Sogamoso. Hay
versiones que indican, como los capitanes Antonio de Lebrija y
Juan de San Martín, informaban a la Corona de
España de la poca beligerancia de los nativos de
Cundinamarca, decían que: -eran los cundiboyacense
personas que no querían la guerra, sino la paz-, sin
pertrechos bélicos, muy numerosos pero estaban muy
diseminados y eran hostigados por otros pueblos barbaros de
distintas costumbres, como los muzos, panches, colimas, panches,
etc.

"Domingo de Aguirre que fue testigo
presencial -entre los 180 hombres que componían las tropas
españolas, como soldado de a caballo, de los ataques que
Gonzalo Jiménez de Quesada, hizo al cacique de Sogamoso
-Suamox- en el año 1.537- en el Valle de la Grita.
Según dice en su declaración 6 años
más tarde: no le constaba que los nativos hubiesen hecho
hostilidades a las tropas capitaneadas por Baltasar Maldonado y
que éstos, en los ataques que le hicieron al cacique
Suamox y, sin tener respuestas beligerantes. Los invasores:
pasaron por la armas a muchos de ellos, les cortaron las manos y
las narices a más de un centenar de nativos;
esquilmándoles las sementeras y talándoles los
árboles para que murieran de hambre". Templo del Sol en el
Museo Arqueológico. Paisaje de la zona de Cundinamarca.
–Por otra parte; cuenta el narrador Piedra hita, sobre la
batalla de Iraca o Sogamoso:" Hay un campo raso y ameno antes de
llegar a Sogamoso, que anticipadamente dispuso la naturaleza para
teatro en que se representase la tragedia de este suceso. En
él reconocieron los españoles numerosas escuadras
de indios que su Cacique tenía prevenidas para oponerse
valientemente, dejando a la suerte de una batalla su buena o mala
fortuna; y así, viéndolos cercanos, dieron la
guasábara que acostumbraban en sus lides al atacar la
batalla, que no excusó el campo español; porque
convidado del buen terreno para los caballos, rompieron por lo
más granado del ejército enemigo, sembrando los
campos de penachos y coronas con daño de los
dueños, aunque no muy considerable. Otras dos veces fueron
acometidos de los veinte caballos unidos, y fue tanto el espanto
que concibieron acobardados ya de las lanzas, que con facilidad
fueron desbaratados y constreñidos á volver las
espaldas con vergonzosa fuga, dejando libre la ciudad y Sugamuxi
su cercado, no menos magnifico que él de Tunja en los
resplandores con que lo adornaban las láminas y platos de
oro puestos en la fachada, que montaron cuarenta mil castellanos,
y entre ellos hubo pieza que pesó arriba de mil, de buen
oro; siendo la oscuridad también el amparo á cuya
sombra sacaron los indios mucha parte de las riquezas que
tenían en sus casas y adoratorios, aunque del templo mayor
(que ya, ó porque fuese religiosa atención,
ó por cosa común, y lo más cierto porque no
fue posible) no pudieron sacar la riqueza que bastan para el
remedio de muchos, si pudiera lograrse". Los españoles
salieron de Tundama "sin fruto alguno y maltratados de las
piedras y flechas que despedían de los altos que
tenían tomados, sin que pudiesen los nuestros
corresponderles por entonces con las ballestas y arcabuces, por
serles forzoso excusar la contienda, á causa de ser ya
tarde para arribar a Iraca, á donde los llevaba la
guía, y distaba del sitio donde aconteció esto,
pocos más de dos leguas; y así, por más
priesa que se dieron, llegaron á tiempo que iba entrando
la noche. Los últimos rayos del sol: serpenteaban por
entre las copas de los árboles que circundaban la aldea,
ubicada en la margen oriental de la laguna. Actualmente
quedaría situada a 4º56,09´46´´ de
longitud norte y 73º 50,57´01´´ latitud
oeste". Iruya, poco antes de volver el último recodo del
camino, desde donde ya se podría divisar su aldea: iba un
poco cansada y alterada por haber subido la cuesta desde el
arroyo, pero aún seguía canturreando la bonita
melodía en honor de Bachué -la diosa de las aguas-
yo no conseguía descifrar su letra melodiosa y
romántica, por más empeño que ponía;
fue, cuando se vio sorprendida por el rugido de un león
andino… Muy posiblemente el animal llevaba bastante tiempo
observando los movimientos de la princesa atraído por los
vuelcos que le había dado al pez; también era muy
posible que sólo quisiese apoderarse del preciado trofeo
que la adolescente acaba de conseguir después de tanto
esfuerzo, por lo que emitía ese feroz, violento y
amenazador rugido tratando de intimidarla, para que asustada,
saliese a todo correr y abandonase su pieza; pero nada más
lejos de la realidad: yo creo que con la vida -la princesa Iruya-
hubiese defendido su captura aquella tarde y aunque se
sintió seriamente amenazada, estaba dispuesta a hacer todo
lo posible para no dejarse atrapar, ni caer en las garras del
felino. En el peor de los casos: sería en el último
segundo, cuando se viese totalmente en sus fauces, cuando
echaría en las narices del león aquel preciado pez
para distraerlo y ella huiría mientras se lo comía;
pero en su interior pensaba: que algún día le
arrancaría sus enormes colmillos, los ensartaría en
un colgante -con algunas piedras bonitas que conservaba de sus
andanzas por los riachuelos- y se los colgaría del cuello,
como un buen amuleto que le daría prestigio y suerte en
todas sus correrías. Acostumbrada como estaba a vivir en
la selva, conociendo las características y las costumbres
de todos los animales de la zona, Iruya se vio sorprendida por
este felino y su temor fue creciendo por momentos, toda vez que
apreciaba -por instinto- que este animal, quería atacarla
sin demora… Este carnívoro salvaje, sin melena y
más parecido a un gato grande, denominado cómo: el
león de los Andes; moteado en algunas partes de su cuerpo,
es oriundo de América del Sur; es bastante corpulento y
fiero, el segundo en importancia, de los felinos de la zona, por
debajo del jaguar o yaguataré. Personalmente le considero
un poco más fuerte y corpulento que el leopardo, pero
menos ágil y más lento. León andino
(puma).

Al verse en peligro la bella joven, mantuvo
la calma y empezó a gritar con todas sus fuerzas pidiendo
ayuda desesperadamente, pero sin cambiar el ritmo de sus pasos,
ni mostrar variaciones en los movimientos de su cuerpo; poniendo
la máxima atención a los desplazamientos que
hacía el felino que no apartaba la vista de su futura
presa.

En esos cruciales momentos, no se apreciaba
ningún humano que estuviese a la vista, ni aparentemente
notó movimientos o señales humanas circundantes por
la zona. Propicias fueron sus llamadas, sin duda alguna, en
petición de auxilio ante el peligro que se le avecinaba;
y, aunque yo no pude hacer nada, porque me encontraba fuera de
toda presencia física, a pesar de mis buenos deseos, para
correr en su auxilio, no podía atender a su desesperada
petición de auxilio. Fue mucho el zafarrancho que
organizó la doncella y poquísimo el tiempo
empleado, por el joven Teuso -quien desde que salió Iruya
de su aldea aquella mañana, la iba siguiendo en la
distancia- y no tardó en atender sus peticiones
desesperadas de auxilio; y, sin dudarlo un instante,
acudió a todo correr, como un rayo. Al encontrarse
éste joven príncipe, -hijo del cacique y vecino de
la aldea del sur denominada Guasca, no muy lejos del lugar de los
acontecimientos: todo le fue propicio para darse a conocer y
además, su buena fortuna, le hizo aparecer como un
héroe ante los ojos de la princesa Iruya. El andaba
ocupado -disimuladamente- en la caza de un venado, al que
seguía en sus querencias desde el amanecer, pero
más bien lo empleaba como una coartada o excusa, en el
caso supuesto, de ser descubierto por su admirada princesa y
vecina. Todo le fue propicio y sin dudarlo: acudió como
una centella en su auxilio. Además el joven Teuso, como
desde lejos la venía observando, no pudo imaginar que
aquél felino estaría al acecho de la chica, pues de
haberlo imaginado o por alguna circunstancia se hubiera percatado
del peligro, seguro que le hubiera advertido o lo habría
evitado de alguna forma, evitando que la princesa no sufriera
aquél sobresalto. Era Teuso un joven apuesto y valiente:
el hijo primogénito del cacique Tequendama de la aldea
donde hoy está situada la población de Guasca,
quien desde las fiestas religiosas últimas en honor de la
diosa Chié la había visto, observado y quedó
prendado de Iruya. Cuando escuchó los primeros gritos de
la chica solicitando auxilio: se lanzó a todo correr en la
dirección desde donde le venían los gritos tan
desesperados.

Parecía un tropel de caballos
desbocados, el ruido y la polvareda que organizó en breves
instantes, pues al cogerle el terreno favorable y un poco hacia
abajo: por cada zancada que daba, levantaba una polvareda tal,
que el más fiero de los felinos: hubiera dudado en
proseguir sus intenciones o quizás, de tener tiempo: es
muy posible que habría buscado un buen cobijo para ponerse
a salvo de la estampida que pareciera se le avecinaba.

En segundos recorrió las -casi
doscientas varas- que le separaban de la joven.

Teuso hizo frente al poderoso animal, que
parecía haberse quedado anonadado, por lo estático
que se quedó, permaneciendo en el mismo lugar, al
oír tan inusual ruido. Aunque el puma había estado
a punto de saltar sobre la joven; el estruendo que formó
el joven, abortó -por segundos- sus macabras intenciones;
momentos que aprovechó el joven príncipe para armar
su arco, tensarlo a fondo y, sin dudarlo un instante
disparó; le clavó su certera flecha en el
corazón, atravesándole el pecho de parte a parte;
-cuya trayectoria le había entrado por entre las manos, en
la zona pectoral- y sobresalía algo de su punta por los
lomos, entre la conjunción de ambos
omóplatos.

Indudablemente Teuso tuvo gran fortuna en
el tiro que hizo y no es menos cierto que su resolución
iba amparada de toda la valentía que el ser humano puede
empeñar en sus actos, (también es muy posible que
fuese ayudado en su hazaña por la diosa Chié). En
el espacio de tiempo transcurrido en el salto que dio el animal
al abalanzarse sobre su matador y llegar a tierra: el rostro de
Iruya cambió de color por el miedo, fue un flechazo
también el que recibía ella, ante la intrepidez de
su salvador y al ver que el felino caía rodando e
instantáneamente muerto -hecho una bola de animal
retorcido en su propio cuerpo- y ella respiró enamorada al
unísono por otra flecha invisible. Su voluntad
sucumbió súbitamente al amor por aquel joven, que
en un instante fue idealizado en su afecto. "Ese fue el gran y
sutil flechazo de Cupido en este mediodía ecuatorial de
ensueño para los dos adolescentes".

Cuando el príncipe Teuso se
había cerciorado fehacientemente de la muerte del gran
felino, se volvió hacia donde se encontraba Iruya, que
permanecía acurrucada tras el tronco de una palmera de
cera y, le dijo:-con tono amable en su propio idioma chibcha (que
yo desconozco desafortunadamente) pero que en síntesis,
quiso preguntarle si se encontraba bien…; -ella: que
aún permanecía con ojo avizor-, no
perdiéndose, ni un movimiento de los acaecidos, desde que
apareció el joven; le contestó afirmativamente y
con una gran sonrisa en su rostro: como prueba y recompensa de
gratitud a la gran hazaña que él había
realizado en tan poco tiempo para librarla del gran
peligro.

"La palmera de cera -Ceroxylon
quindiuense-, forma parte de los símbolos patrios
colombianos, que prospera sin dificultad por casi todos los
montes selváticos pero muy especialmente en los de la
provincia de Quindío colindante a Cundinamarca.

En ocasiones propicias, puede alcanzar
más de los 50 metros de altura y también surgir
espontáneamente por encima de los 4.000 m.s.n.m., llegando
a vivir más de 250 años, soportando temperaturas de
varios grados bajo cero o superiores a los 40º C., y la
escasez de lluvias prolongada. Son aprovechadas por su cera y con
algunos de sus voluminosos y cilíndricos troncos los
nativos de Colombia, Venezuela, Brasil, Ecuador y Bolivia, hacen
instrumentales canoas, que circulan por sus ríos con gran
comodidad.

Existen una gran variedad de especies de
estas características y es el lugar preferido de a
nidación de muchas aves de los países
citados".

La princesa Iruya: con total desenfado y
desahogo, posterior a la gran tensión sufrida en los
momentos anteriores, se desplomó; casi dejándose
caer en los brazos del joven Teuso y, en un desmayo casi teatral,
pero a Teuso, le pareció totalmente real,( en este caso
pareciera que se había aplicado la sabiduría innata
de las mujeres).

Estoy seguro de que: algo de arte y
maña femenina hubo en su actitud o quizás su
inocente predisposición al amor, lo que propició su
comportamiento; pues era un estado afectivo momentáneo,
provocando el hecho, de que: el joven príncipe la atrajese
hacia si, como para transmitirle sus fuerzas y ánimos, con
objeto de ayudarle a superar ese trance hostil, o quizás
fue: una sincera muestra de amor incipiente, para ayudarle a
volver a la realidad del momento, sabiendo que él la
quería como compañera. Yo ignoro qué tipo de
desmayo sufrió la joven…; lo cierto es que su
héroe quedó aún más prendado de ella,
como un rucho aturdido por el enamoramiento.

Poco a poco fueron apareciendo en el lugar
de los hechos otros individuos, miembros de la propia aldea
-especialmente- y otros que como Teuso, estaban en plena
cacería. Todos habían acudido en socorro de Iruya,
aunque lo hicieron con presteza, llegaron un poco más
tarde -sin embargo- dos de ellos pudieron ver perfectamente la
caza del león andino, la rapidez con que actuó
Teuso y las escenas posteriores de ambos jóvenes,
percatándose -todo el mundo- del flechazo de amor surgido
entre ambos.

Estaban encantados por el desarrollo tan
favorable de los acontecimientos que afortunadamente, se
había realizado sin desgracias personales y a
satisfacción de todos. Seguidamente se encaminaron con
gran regocijo y felicísimos hacia la aldea de Iruya. Era
tal la algarabía que se organizó: que varios
vecinos llevaban en volandas a Iruya y a Teuso; otros dos
fornidos concurrentes llevaban al león andino colgando de
una caña de bambú donde le habían
entrelazado las patas y manos sobre ella; cargándose los
extremos de la caña a los hombros y otro de los presentes
recogió el pez que enganchó de su hombro izquierdo
con la caña de bambú o guadua, que había
utilizado la princesa para su captura e iba arrastrando la aleta
caudal del pez por todo el camino. En comitiva ordenada la
emprendieron por el angosto camino que conducía a la
aldea. Todos hicieron su entrada triunfal en la plaza a donde
daban la mayoría de las fachadas y puertas de las chozas,
que tenían todos sus pórticos abiertos y los
miembros de las familias se habían salido al recinto
abierto, para participar de aquel regocijo.

De inmediato fueron alagados por el cacique
de la aldea, Menquetá (padre de Iruya) y sus familiares
más directos.

En prueba del agradecimiento que
sentía el cacique, organizó una fiesta para
agasajar a Teuso el salvador de su hija e hijo de un cacique
vecino de la aldea de la parte más al sur de la laguna
-Guasca- y, aunque estaban algo enemistados, ambos caciques, por
desavenencias de territorios colindantes; pensó
Menquetá, que este acto de fiesta: podría servir
para limar las asperezas con el padre de su agasajado. Seguro que
ambos pueblos lo agradecerían y sacarían provecho
de tal acontecimiento. Hay que tener en cuenta que el cacique
Menquetá -padre de la Princesa Iruya- era bastante
diplomático y muy buen observador; quizás debido a
su inteligencia sabía mantener la paz en todo momento con
sus dos vecinos más belicosos que él.

Como es bien sabido: la
participación del personaje mitológico Cupido en
todos estos acontecimientos, siempre ha sido muy activa y
eficaz…, -a veces, yo pienso que éstos hechos
fueron provocados por él mismo, quizás, para
favorecer el manantial amoroso en la pareja o, tal vez, haya algo
de cierto en su dedicación exclusiva a todos los temas
amorosos, con su impronta participación en todos ellos. El
desarrollo de los acontecimientos, se vio encumbrado
paulatinamente con el pasar de los días y por el amor
creciente que se profesaban ambos adolescentes.

Tanta fuerza amorosa y apasionada,
forzosamente tenía que tener un único camino hacia
la felicidad común; cual era: la aprobación y
consentimiento en público de la unión en pareja,
con un acto ceremonial, consentido por los familiares de ambos
jóvenes Iruya y Teuso; hijos ambos de caciques en activos,
de reconocidos prestigios ante su propia etnia, como lo eran:
Menquetá y Tequendama -el uno de la aldea de Guatavita y
el otro la de Guasca, respectivamente- y, donde se
limarían todas las asperezas de ambas aldeas.

La preocupación de Menquetá
se iba haciendo patente progresivamente y cada vez más
perentoria a medida que pasaban los días y a los dos
jóvenes se les veían muchas más veces juntos
y más enamorados.

Largos ratos se los venía pasando el
cacique en todo el problema que se le avecinaba con este
enamoramiento de su hija, que él nunca llegó a
pensar que iba a surgir y mucho menos tan de repente; pues
pensaba en las condiciones que se dieron en su juventud, cuando
eligieron su pareja por acuerdo de su padre.

Le preocupaba a Menquetá las
características de los dos pretendientes: sabía que
Humazga era más audaz, algo más viejo, por lo tanto
con más experiencia en la vida y seguramente debía
tener muchas más posibilidades de alzarse con el triunfo;
pensando en las posibilidades de Teuso: se planteaban una serie
de dilemas más raros y negativos, porque al tratar de
dilucidar o averiguar: cual de los dos sería más
capaz y a quien la suerte le podría serle más
favorable: siempre encontraba muchas más dudas y que la
suerte le sería más adversa.

CAPÍTULO III.

Compromiso de
Menquetá.

Realmente poco importaba las cábalas
que se hiciese Menquetá; la suerte ya estaba echada y
ahora todo dependía de las habilidades de cada uno de los
pretendientes y del presente que cada uno aportase. -Nuestro
cacique Menquetá, hacía años que
había acordado con su vecino del norte, entregar como
esposa a su primogénita para el hijo de
éste-.

Humazga -que así se llamaba, no era
un pretendiente tan digno para su hija como lo era Teuso
(salvador de su hija) pues éste parecía mucho
más formal, jovial y destacaba por su nobleza, pero ahora
habría que esperar a los acontecimientos.

De hecho hubiese sido posible y lo
más aconsejable en esos momentos escoger a uno de los dos,
pero: si escogía a Humazga -haciendo cumplir su compromiso
de años atrás dado a Soacha, rompería para
siempre el corazón de su hija que le retiraría todo
su afecto y cariño en el futuro y, si aceptaba a Teuso,
cumpliría sanamente con los designios de los enamorados y
obtendría el beneplácito de todos los implicados,
menos la amistad de los vecinos del norte, pues Soacha se
sentiría ofendido y procuraría por todos los
medios, poner a todos sus súbditos en enemistad continua
contra los suyos. Era un gran problema el que se avecinaba y
tenía que resolverlo de la mejor forma posible, alcanzando
la aprobación deseada con ecuanimidad, aprobación
de todos y, sobre todo, para que la celebración del
consentimiento de unión de ambos jóvenes -por parte
de él, como cacique Menquetá y padre de Iruya:
fuese aceptado, especialmente por el cacique de Sesquilé,
a quién tenía empeñada su palabra en este
asunto.

Mientras tanto no resolviese este
compromiso: no podía llevarse a cabo esa unión con
Teuso y, realmente eso constituía un gran
obstáculo…

Un inconveniente que impedía la
unión de ambos jóvenes y, lo tendría que
soslayar muy hábilmente, si como sospechaba, quería
cumplimentar los deseos naturales de su hija… Él
mismo, con su perspicacia había observado con naturalidad
y comprobado con toda seguridad, la relación amorosa
creciente entre los dos jóvenes, por las miradas que se
cruzaban en todo momento, cuando estaban juntos, aún en su
presencia, desde que se conocieron y por la abstracción en
que permanecían en muchos instantes de sus vidas, sobre
todo cuando estaban presentes, en la corta distancia la una del
otro…

Estaba atado de pies y manos ante su vecino
Soacha: existía entre ellos un acuerdo desde tiempo
atrás -cuando Iruya era una niña- donde
Menquetá había comprometido la mano de su hija
primogénita Iruya con el príncipe vecino Humazga
que era el hijo de Soacha, en la zona que hoy se sitúa el
municipio de Sesquilé, en el pico norte del actual Embalse
de Tominé y, con el que tenía aún
enemistades antiguas. Si no se llevaba a cabo la concertada
unión, incumpliendo con ello el compromiso dado: seguro
que habría graves enfrentamientos entre ambos
cacicazgos.

Para evitar ese posible revés y dar
entrada a una futura unión entre los dos enamorados -Iruya
y Teuso- sus padres -Menquetá y Tequendama-: idearon la
forma de resolver este problema y, exponerlo claramente ante el
otro cacique Soacha de Sesquilé y padre de Humazga, para
que, equitativamente, fuese disputada la princesa Iruya con toda
honorabilidad, conocimiento y a la vista del pretendiente
comprometido Humazga. El nuevo pretendiente y enamorado de
ultimísima hora, Teuso (el hijo de Tequendama y salvador
de la princesa Iruya), tendría que hacerse merecedor de
tal honor. Era muy posible que el cacique Soacha diese por
sentado que su hijo Humazga saldría vencedor de la prueba
-cualquiera que fuese- máxime: si como contrincante iba a
tener al hijo de Tequendama, al que siempre había
menospreciado y desconsiderado por su poca presencia corporal,
fortaleza física deficiente y experiencia personal casi
nula; comparándolo con su hijo primogénito Humazga,
cuyas cualidades siempre habían sobresalido, en todos los
sentidos, en similitud a cualquier otro joven de su edad.
Probablemente alguno de los caciques habría tenido
referencias o conocimientos de antiguas usanzas sobre relatos de
competiciones similares, pues la idea que ambos -Menquetá
y Tequendama- propusieron al cacique Soacha para resolver la
elección de pretendiente, y así: poder eludir el
compromiso que ya estaba establecido y pactado para la
unión con la princesa Iruya- no era de sus originales
seseras y, posiblemente el uno le comentó la idea al
otro…, para mantenerla en secreto ante los demás y
muy especialmente ante el cacique Soacha.

Para ello -a propuesta de Menquetá-
idearon: que los dos pretendientes habría de someterse a
una competición voluntariamente, en la que cada uno de los
príncipes pudiese poner de manifiesto su destreza,
evolución mental y empeño en ganarla; la prueba
sería selectiva y definitoria, por si sola, capaz de
demostrar las virtudes de cada uno: voluntad, sacrificio y
tesón; cuya habilidad y esfuerzo dictaminarían los
tres caciques -sin reparos- y, haría del mejor un digno
pretendiente de la princesa Iruya. Los tres caciques se reunieron
en Guatavita -la aldea de Menquetá e invitados por
éste- al objeto de idear y proponer a los pretendientes lo
acordado y que anteriormente habían forjado
Menquetá y Tequendama la semana anterior, a espaldas de
Soacha. Cuando Menquetá hubo explicado detalladamente la
idea los otros dos padres, éstos quedaron conformes con la
propuesta y además: en aceptar sin rencor futuro, al que
saliese victorioso, pues sería el pretendiente que
más se lo hubiese merecido. Para quedar conformes los
tres: habrían de idear y elegir con sabiduría la
prueba definitoria que pudiese demostrar la valía de cada
uno de los príncipes.

Como en los cuentos orientales: ambos
tendrían que salir del territorio conocido, fue la primera
propuesta que hizo Menquetá.

-Explorarían tierras peligrosas y
desconocidas, anticipó Tequendama.

-Traerían un presente y pruebas
fehacientes de sus hazañas, hallazgos y relato de sus
aventuras, instó Soacha.

-Deberían traer consigo constancias
palpables de sus recorridos que apoyasen sus historias,
hazañas o algún presente valioso que avalase sus
testimonios, conformaron los tres caciques que parecieron
hermanados ante la competición que se avecinaba y que
constituía un acontecimiento excepcional, nunca llevado a
cabo y seguramente sería recordado por muchos años.
Estas pruebas deberían agradar por igual a los tres
caciques, de forma tal que ninguno de ellos pudiese quedar
ofendido, sobre todo y muy especialmente los caciques, Soacha y
Tequendama, padres de los pretendientes masculinos.

El plazo del acontecimiento para conseguir
las pruebas, se estableció en medio ciclo lunar (desde la
luna llena, hasta la luna nueva), en que deberían estar de
vuelta ante los tres caciques, en el mismo punto de
partida.

Diplomáticamente, Menquetá
manifestó a ambos caciques vecinos: que él se
sentía muy honrado con cualquiera de los dos
príncipes, pues ambos habían dado pruebas de sus
muchas virtudes. Después de los consabidos cumplidos, el
padre de Iruya agradeció las molestias que habían
tenido por venir a visitarle a su aldea -donde concertaron el
reto y desde donde deberían partir los príncipes a
la mayor brevedad posible- y en tal sentido, quedaron en la fecha
del comienzo de la prueba, sería con la luna llena
venidera y tendrían (14 días con sus noches) para
retornar de la prueba, sin dilación posible. Ambos
caciques, admitieron la propuesta de Menquetá y partieron
por sus caminos diferentes, hacia sus respectivos territorios
para comunicarles a sus hijos la idea que habían aceptados
de mutuo acuerdo los tres caciques y que ellos deberían
cumplir. Se despidieron los tres entre sí y se recordaron
que al amanecer con la luna llena y antes de que apareciese el
sol en el horizonte: deberían estar los dos
príncipes a la puerta de la choza de Menquetá,
provistos de los útiles que creyesen oportuno para sus
respectivos viajes. Ambos saldría el mismo día de
la partida, eligiendo una dirección previamente sorteada,
según la tradición- que, consistía en
escoger una de las cuatro piedras -de distinto colorido y
representativas de los cuatro puntos cardinales- metidas
previamente en una vasija y tapadas con un paño opaco;
cada uno de los pretendientes metería la mano y
sacaría una piedra, según el color: la rojiza
indicaba que la dirección a seguir sería el sur; la
azulada al norte; la amarillenta al este y la negra al
oeste… Tan pronto como llegaron a sus cabañas los
dos caciques, llamaron a sus respectivos hijos para hablarles
sobre el reto que habían programado los tres padres para
alcanzar la mano de la princesa Iruya y ambos les dieron
respectivamente todos los consejos que creyeron oportunos para
que saliesen triunfantes. Claro está, que: los hijos sin
rechistar admitieron el reto organizado por sus padres. Sus
pensamientos personales se quedaron encerrados en su interior,
sin tener opción a manifestarlos; pero mientras la cara de
Teuso irradiaba alegría y un halo de esperanza, la de su
contrincante Humazga, se mostraba bastante más osca y se
le apreciaba un estado de inquietud y sensiblemente malhumorada;
ya que, para él la noticia más que alegrías
le traía inconvenientes y trabajos a resolver, que
personalmente consideraba absurdos; cuando nunca le agradó
la idea de admitir una esposa, bajo su punto de vista,
representaba obligaciones, sometimientos, etc. Él desde
siempre, estaba acostumbrado a campar por sus fueros en todas
partes.

A pesar de ello no manifestó ninguna
expresión que pudiese contrariar a su padre.

Con la nueva luna ambos pretendientes
estaban dispuestos, antes del alba para emprender la marcha, en
busca de unas aventuras que les proporcionasen los datos y
pruebas para hacerse merecedores de la simpar
Iruya…

Cada cual llevaba un zurrón con las
materias básicas: pedernal y yesca para prender fuego,
cintas de cuero, algunas yerbas, hojas de cualidades especiales,
para curar ciertas enfermedades, como antídotos de las
picaduras de ciertos reptiles, algunas viandas -arepas, carne
seca, pescados y un cuerno lleno de chicha.

Armados con sus mejores arcos y buena
cantidad de flechas que, perfectamente colocadas dentro del
capazo: colgaban de la pleita del zurrón, ambos
emprendieron la marcha para su encuentro a la puerta de la aldea
de Menquetá y dar comienzo al reto. Teuso, salió de
su aldea con las primeras claras del día, inició la
jornada mucho antes de lo habitual en él, que siempre
saltaba de su chinchorro con los primeros rayos del sol, cuando
chocaban con su rostro a través de una hendidura que
él mismo había hecho en el lateral de choza que
daba al este, para poder observar aquella parte del terreno, como
precaución y vigía de posibles peligros que
pudieran venir de aquella parte del poblado.

Arrancó con una marcha rápida
de grandes zancadas que le hacía progresar, muy
hábilmente por los terrenos que le eran muy conocidos;
así adelantó mucho camino en breve tiempo, cruzando
varias de las quebradas que conforman el nacimiento del actual
río Siecha, llegando con gran facilidad a la cuenca del
afluente del lado izquierdo del río Aves,
cruzándolo con gran facilidad pues llevaba algún
tiempo sin llover y las aguas cristalinas podían pasarse
de piedra en piedra, sin tan siquiera mojarse los pies; al llegar
a la altura de los terrenos -de lo que hoy conocemos por Buenos
Aires- giró sensiblemente a la derecha para adentrarse por
los Páramos de Peña Blanca, recorriendo las cumbres
de las quebradas que vierten hacia occidente de los actuales
arroyos conocidos como El Estanco, El Curi y el propio Chaleche
que le llevaba directamente a la parte más alta de la
aldea de Guatavita; aún no había aparecido el sol
por el horizonte y aprovechó para hacer un pequeño
alto en el camino; hizo un giro menos pronunciado otra vez a la
derecha y en el recodo próximo del camino que traía
procedente de su aldea, ya se podía divisar la choza de
Iruya; se detuvo un momento y se sentó a contemplar la
aldea de chozas con tejados de paja de aneas, entrelazadas entre
sí con hojas grandes de plataneras, de forma que la lluvia
no pudiese calarlas, los fríos tuviesen grandes
dificultades para penetrarla y las nieves no se estancasen en
demasía sobre los mismos, debido a la inclinación
que les habían dado al construirlas, para evitar el peso
en época de nieve. Más de una veintena de
árboles grandes y robustos, favorecían con su
sombra los largos días de sol sobre la plaza
rectangular.

No se veía a nadie transitando por
las calles terrizas, ni a la orilla de la laguna, que
parecía un espejo -excepto a lo lejos, donde
aparecía algo de bruma sobre los cauces de algunos de los
ríos bajando hacia el oeste que empañaba sus
límites más lejanos con grandes cañaverales
de guadua (bambú) que dormitaba muchas de las vertientes,
sobre todo: aquellas situadas en las umbrías y
encajonamientos, donde el sol difícilmente llegaba a
traspasar hasta el suelo. Semitumbado en el horizonte, por la
parte sur, podía observar la Cuchilla de Peña
Blanca, que tan bien conocía de sus largos días de
caza, casi enfrente, los altos de la Cuchilla del Fetibre, que
estaba medio dormido en su jergón de plumas blancas que
formaban los bancos de neblina a la altura de la Quebrada del
Gallo y del Potrillo, con el río Tominé,
supuestamente más cercano, pero totalmente cubierto de
nieblas bajas.-. Observó con insistencia entre la bruma
del amanecer la cabaña de Menquetá e imaginó
a su amada en el interior aún dormida en su chinchorro
hamaca, seguramente sin haber reparado en él desde la
última vez que se vieron, lo cual no era cierto, pues la
jovencita: estaba llegando a un estado de ansiedad amorosa que no
había conocido anteriormente. -La hamaca o chinchorro:
"Por todas las casas de la región caribeña, de la
península del Yucatán y prácticamente en
todas las de América Central existen como mueble de
descanso: la hamaca o chinchorro". Se cree que es una inventiva
de los Waraos, una tribu originaria de Venezuela y, su
significado -proveniente del taíno- y su significado, es:
red para pescado.

Los Waraos utilizan las hojas hervidas que
después secan al sol, del llamado árbol de la vida
(moriche) para confeccionar muchos útiles y muebles -entre
ellos está el chinchorro-, cuya utilidad ha perdurado a lo
largo del tiempo, por ser invenciones que proporcionan bienestar
con su artesanía. El chinchorro es muy parecido a la
hamaca y un elemento imprescindible para los Waraos; los
venezolanos hacen distinción entre hamaca y chichorro: en
este último el tejido es menos tupido que en la hamaca,
aunque ambos -en sus extremos- van colgados o atados de sus
extremos divergentes, en alguna colgadura, gancho o árbol
resistentes, con una altura media de un metro. Los
indígenas lo llevan siempre consigo cuando pasan la noche
fuera, sobre todo en zonas selváticas -evitando el
contacto con el suelo o piso: para evitar humedades, siempre
propensos a topar con alguna serpiente, araña o
escorpiones, cuyas picaduras son nefastas; también algunos
de ellos se hacían amortajar en sus chinchorros-…".
Teuso fijó su mirada en la aldea, que estaba a menos de
media legua de distancia y con las claras del día, paso
firme y resolutorio se dirigió hacia allí; iba
impulsado por el deseo febril de encontrarse -a su llegada- con
Iruya, que se había apoderado de todo su ser desde el
momento en la contempló detenidamente. No podía
fracasar en la empresa que emprendía esa misma
mañana o corría el riesgo de no poder vivir en paz
el resto de sus días, lo que no entraba dentro de sus
cálculos. Impulsado por el ferviente deseo de contemplarla
de nuevo, de averiguar muchos más detalles de su
físico, de gravar su sonrisa en su interior y hacer
letanía de sus dulces palabras, acrecentó el ritmo
de sus zancadas al tiempo que su corazón palpitaba como el
de un potro que acabase una carrera… Se sentía un
tanto coartado ante la idea de presentarse ante los vecinos y
familiares de su amada; nunca había tenido ocasión
de estar presente en esa situación ante desconocidos y la
idea de ello le azoraba, al tiempo que aumentaba sus
palpitaciones. Su existencia selvática, sólo le
había proporcionado situaciones límites, ante
hechos inesperados, como el acontecido con el puma que puso en
peligro a Iruya, pero no tenía experiencias del
cómo estar o de qué composturas adecuadas,
debía adoptar ante los demás, etc. No es que
tuviese miedos o le acechase el temor de una mala acogida entre
los habitantes de la aldea: de hecho sus comportamientos
anteriores para con él fueron siempre de admiración
y cariño, como consecuencia de su hazaña al liberar
a su princesa de las garras del felino. Seguramente
actuarían – en relación a él-, como lo
había hecho anteriormente, por lo que no debía
tener temores fundados; así pensaba en esos momentos y
también se estudió de cual sería su
comportamiento en caso contrario.

Se convenció de que en todas las
circunstancias, su comportamiento habría de ser siempre
exquisito. En el fondo, sabía que al ser miembros de la
misma tribu los muiscas y aunque habían algunas
diferencias, por los enfrentamientos de sus antepasados…;
en parte, opinaba que esas malas situaciones quedaban ancladas
muy en el pasado y con la lejanía de los acontecimientos,
se iban diluyendo con el paso del tiempo. Ahora se estaban dando
momentos muy especiales, para olvidar rencillas antiguas y
engrandecer con ello nuestra propia tribu: -pensaba en su fuero
interno-.

Por otra parte él no era responsable
de lo que hubiesen hecho los antepasados -tanto en su familia,
como en la de Iruya- y desconocía cuáles de ellos
tenía la razón o no la tenía. Como Teuso era
un tipo inteligente: siempre se colocaba imaginariamente en la
parte opuesta de los intérpretes de cualquier
conversación, comportamiento o situación que
pudiese presentarse: cuando tenía que sacar conjeturas de
importancia sobre la opinión de los demás.
Indagando así: se situaba en su propia mente y sacaba
lógicas conclusiones que le adiestraban para salir airoso
de ellas, cuando se presentase la ocasión, que
sería muy pronto…, pues ya estaba llegando al
recinto de la aldea.

El desconocía las posibles
relaciones con extraños, no entendía la fraternidad
entre los pueblos y solamente tenía indicios de la
amistad, cuyo sentimiento se había instalado con las
vivencias cotidianas de los jóvenes de su misma edad, con
los que pasaba la mayor parte del tiempo. No llegaba a considerar
enemigos a los desconocidos, pero si mantenía mucha
prudencia, agudizaba sus sentidos y transformaba su
comportamiento -siempre de gran jovialidad- cuando estaba en
presencia de alguno de ellos.

Todos estos acontecimientos los estaba
asimilando sin odio, ni maldad y, sentía cierta
simpatía hacia los componentes -que ya conocía-;
componentes que formaban parte de la aldea de Iruya; por
demás: le habían dado muy buena acogida. Sus
placeres más elementales – todos ellos primitivos hasta
ahora- eran la caza, la búsqueda de plantas medicinales y
la talla en madera de algunas figuras, que ya tenía
iniciadas, otras tres había terminado y estaban en su
cabaña; pues sólo habían sido de su
consideración y agrado: dos de ella, que obsequió a
su padre; la otra la tenía semiescondida en un
zurrón que pensaba obsequiar a su madre, pero al no estar
muy satisfecho la guardaba, como si no existiese y deseaba
tallarle a su madre, alguna mejor. Ambos progenitores le
elogiaban muy gratamente el trabajo que realizaba -con respecto a
su afición a la talla de madera- y le alentaban para que
prosiguiese con ese arte y le animaban diciéndole: que no
tenía competidor en toda la comarca.

La caza no le proporcionaba gran placer,
sólo lo hacía en contadas ocasiones, cuando
tenían alguna necesidad de carne para comer; en bastantes
ocasiones era su padre el que siempre se anticipaba a esas
necesidades y aparecía de cuando en cuando con
algún venado, jabalí, zarigüeya, perezoso,
etc. Realmente él no disfrutaba matando, aunque la vida
salvaje que llevaba le ofrecía multitud de ocasiones para
matar; esa forma de vida no le convertiría nunca en un ser
depredador sanguinario, ni taciturno; todo lo contrario: amaba
mucho la vida salvaje. Nunca o en rarísima ocasión
mataba (aparentemente) por placer -sólo en ocasiones de
retos o competiciones ante los demás y para no quedar en
ridículo- pero siempre que podía rehuía
estas situaciones; sentía especial respeto y cariño
por todos los seres vivos y entendía que eran los humanos
los únicos seres que mataban por placer y de forma
insensata; tan sólo por causar sufrimiento y muerte;
aunque no necesitasen de lo cazado para su
sustento…

En las guerras tribales, eran
poquísimas en las que había participado,
sólo en contadas escaramuzas de poca importancia, pero
siempre se empleaba a fondo, porque de ello dependía su
propia vida y la de los moradores de su aldea, siempre se
desenvolvía con gran agilidad, lo hacía sin
titubeos y valentía inusitada por ser el heredero del
cacique al que él más admiraba: su padre. Ya
llegaba a los aledaños de la aldea, como le había
dicho su padre y que debería ser antes de que apuntase el
sol; Guatavita estaba fortificada con una empalizada de troncos
de fácil manejo, clavados sobre la tierra en forma
oblicua, con las puntas hacia el exterior, las defensas
sólo se alejaban unas 40 ó 50 varas del recinto que
conformaban las cabañas más distantes de la
plaza.

Cautelosamente se fue acercando hasta la
puerta de la choza de Menquetá y sin hacer ruido alguno,
permaneció a la entrada, como si fuese su más fiel
guardián, con la intención de esperar hasta que
alguien le indicase lo que debía hacer.

El estaba allí por indicación
de su padre, en el lugar y a la hora establecida, y para cumplir
las órdenes de Menquetá o las recomendaciones que
éste le hiciese.

Su padre le había explicado
claramente la competencia establecida por los tres caciques para
que alguno de los dos pretendientes, se alzase con a la mano de
Iruya. Los acontecimientos se desarrollarían y se
llevarían a cabo con el otro contrincante en paz, buena
armonía y sin ánimos de venganzas posteriores;
ganase quién ganase, todos aceptarían la
resolución final; donde no tendría opinión,
ni la propia interesada. Aún no había llegado su
competidor, más no tardaría mucho en aparecer por
el otro extremo de la aldea; seguro que también
habría sido informado por su padre sobre la competencia
que tendría que llevar a cabo -acordado por los tres
caciques- y, aunque él no lo conocía personalmente,
sí sabía -por referencias que le habían
contado-: que era un hombre de mayor envergadura que él y
unos 10 años más viejo; sus modales eran bastante
más rústicos, tenía una mirada penetrante y
asesina que anonadaba a muchos. Humazga -que así se
llamaba el príncipe de Sesquilé e hijo del cacique
Soacha- había emprendido su acercamiento a la aldea de
Iruya, justo poco antes del amanecer -al alba de aquél
día y aprovechando la luz de la luna llena- y con la
intencionalidad de hacer el mal a su rival en todo momento
-sobretodo cuando le fuese propicia la
ocasión-.

Siempre tenía y aplicaba las malas
artes cuando era contrariado en algún asunto de su
mínimo interés y lo hacía sin
contemplaciones hacia su adversario.

Con una conducta quebrada por su
carácter taciturno; las malas ideas que albergaba, le
venían siempre por: sus insanas costumbres, doblegadas a
una condición vil, inducidas por la envidia malsana hacia
los demás y adquiridas en su pubertad, como hombre bruto,
déspota, de malas costumbres y mal intencionado que
era.

Su aldea -Sesquilé-, se encontraba a
unas cinco leguas de la de Menquetá, por lo que a buen
ritmo, tardaría más de una hora en andar la
distancia que mediaba. Al igual que lo hiciera el otro
pretendiente, salió de su cabaña con las primeras
luces del alba, a buen paso que fue incrementando tanto como se
lo permitía el terreno y sabiendo en todo momento por
donde le era más cómodo, corto y propicio para
aventajar en la distancia, procurando en todo momento no llegar
tarde a la cita pues bien formalmente se lo había
advertido su padres. Subió -lo que hoy se conoce, como la
Quebrada del Cajón- hasta llegar a las laderas orientales
de las Cuchillas de Covadonga, girando hacia su derecha y
enfocando el sur a medida que avanzaba y se lo iban permitiendo
las vertientes y el Cerro de las Águilas, al pié de
los nacimientos de la Quebrada Grande actual que vierte sus aguas
al norte del Embalse del Tominé junto con el río
Bogotá y no lejos de su aldea Sesquilé.

A medida que se iba acercando a la aldea de
la prometida, aumentaba su cautela, aguzando sus sentidos;
él iba preparado y dispuesto -si era necesario- a matar o
a que le matasen. Siempre era muy mal intencionado, hasta en sus
pensamientos más privados. Estaba bien decidido y no le
faltaba valor si se le presentaban problemas que pusiesen en
estado de lucha, de dudas hacia su valentía o en peligro
su persona.

Siguió avanzando al trasponer el
Cerro de las Águilas para bajas -más hacia el sur-
por la Quebrada Clara y empezó a bordear los Humedales de
Aguas Blancas por su parte occidental, los cuales de forma llana
y mucho más cómoda de transitar le llevaría,
sin lugar a dudas, a las empalizadas de la aldea
Guatavita.

Con extraordinario sigilo llegó
hasta la puerta de la choza de Menquetá, que acababa de
iniciar un saludo de bienvenida a Teuso, el cual, se le
había adelantado en la llegada y llevaba, como media hora
esperando a que le recibiesen en la aldea, pues no deseaba
encontrarse en solitario con su contrincante, del que tan mal le
habían advertido.

Los dos príncipes y el cacique
-después de los correspondientes saludos- se alejaron unas
veinticinco varas de la cabaña, hacia el centro de la
plaza rectangular, se pararon bajo un árbol gigantesco,
parecido a un ficus o un cedro de muy grueso ramaje, en el que se
apreciaban muchas orquídeas parásitas, que se
alojaban en casi todos los recovecos, en cuya copa se oían
algunos loros y era como un eje central de la plaza; sobre todo,
equidistante de los laterales paralelos.

Quizás también fuese
éste el sitio donde se reunían los más
viejos y sabios de la tribu como consejeros con el cacique, en
las decisiones importantes de su gobierno, pues había una
serie de taburetes de madera bien trabajadas y una mesa grande y
muy robusta, cuyas patas estaban clavadas en el suelo de tierra.
El hecho de apartar a los príncipes de la puerta de su
choza y llevarlos a este lugar propicio, lo consideró el
cacique una medida precautoria; fundamentalmente lo hizo
Menquetá para evitar que se acercasen algunos miembros de
la aldea y especialmente por su hija y su mujer, para evitar la
intervención de extraños al sorteo y los
comentarios posteriores con otros súbditos -con ello
evitaba alarmas infundadas entre los suyos-.

En el centro de la plaza que formaban las
chozas se encontraban algunos niños jugando y algunos
lugareños agricultores que estaban preparándose
para salir con algún apero al hombro, camino de sus
respectivas faenas, los cuales ni se percataban de las palabras o
las indicaciones que se daban entre sí, especialmente
Menquetá a los dos príncipes; también estaba
el alfarero de la aldea, preparando su masa de barro diario, que
constituiría la materia prima, base de su jornada de
trabajo; pero todos ellos al ver a los tres hombres se fueron
alejando prudencialmente del árbol, como intuyendo que
ellos necesitaban privacidad.

Al rato, cuando acabaron de hablar los tres
hombres, llevaron a cabo el sorteo direccional que
deberían tomar cada uno, una vez repasadas y consentidas
las normas que durante todo emprendimiento deberían
cumplir los dos participantes, aparecieron dos mujeres de la
aldea, que traían sobre una tabla de madera: una vasija de
barro (cerámica cocida al sol) con chicha y tres vasos a
forma de cuencos pequeños del mismo material; que
ofrecieron a Menquetá, y éste fue repartiendo el
líquido por los tres recipientes, hasta llenarlos rasos, a
la vez ofrecía: uno de ellos a cada príncipe. Con
el suyo en mano, lo alzó un poco y mirando al sol que
aparecía por el horizonte en ese preciso momento, tras el
perfil de una montaña que interrumpía la llegada de
todos sus rayos; masculló una pequeña frase, -de la
que no llegué a entender, ni una palabra-, pero que
ideé y que, debió ser una plegaria en la que
deseaba a los príncipes mucha suerte, salud y
protección de Xué para llevar a cabo su aventura.
Durante el sorteo celebrado: Teuso se dirigiría en
dirección norte y Humazga tomaría la
dirección sur. Al acercarse los tres nuevamente a la
puerta de la cabaña de Menquetá, ya habían
salido a saludarles la cacica y la propia Iruya, quienes
también desearon todo tipo de parabienes en la empresa que
empezaban a resolver -para ganarse la mano de la princesa y la
complacencia de los tres caciques-. Una vez terminada aquella
reunión, que daría lugar al comienzo de los
acontecimientos entre los dos paladines, desde allí mismo
emprenderían la marcha. Previamente se habían
despedido cortésmente de la cacica, de la princesa y del
propio Menquetá; pero entre sí no se dirigieron la
más mínima palabra o gesto de saludo, ni se les
notó intencionalidad alguna que mostrase cualquier tipo de
deseo… Mientras se alejaban los dos pretendientes,
Menquetá permaneció largo rato sentado a la puerta
de su choza consumiendo el resto de la chicha que quedaba en la
vasija, ya casi avinagrada, aunque la había preparado su
mujer la tarde anterior para homenajear a los pretendientes que
se pondrían en camino aquella misma mañana al
amanecer; a la vez y sin dudarlo: consideraba mucho más
fuerte al hijo de Soacha que al de Tequendama. Humazga
parecía ser mejor guerrero por su envergadura y porte;
también le pareció el más favorito, porque
engendraría retoños más sanos, poderosos y
saludables; a esta idea llegaba con su imaginación, con
toda la claridad de su mente y a la vez egoístamente, al
ver las constituciones físicas de ambos; Humazga
tendría por lo menos, 20 centímetros más de
estatura que Teuso y le sobrepasaba en peso, -seguramente unas
dos arrobas-. Indudablemente parecían el oso y el
cervatillo; además con la mirada seca y poco amistosa que
le echó Humazga a Teuso, estando él presente:
pareciera que hubiera querido desintegrarlo allí mismo y,
si le hubiesen sido propicias las circunstancias lo habría
hecho -durante el sorteo que se llevó a cabo y que fue
determinante, para escoger la dirección que debía
tomar cada uno de los príncipes-.

Humazga había mirado en pocas
ocasiones a Teuso, pero habría parecido, como si le
estuviese lanzado un rayo intimidatorio, para que fracasase en su
competición o para que se retirase cobardemente del
emprendimiento; pero de hecho, lo que consiguió con ello,
fue: afianzarle más en la aventura que emprendían
ambos, en su convencimiento positivo de ser el ganador y, no
sólo, para tratar de evitar -a toda costa- que la princesa
cayese en manos de tan horrible individuo, si no, por hacer
florecer el amor que le profesaba, completamente abierto a los
ojos de todos; tampoco se amilanó ante la presencia del
otro, que tampoco lo sugestionó, aunque hizo todo lo
posible y, se le notó sensiblemente; pues para ello
seguramente se necesitaban otras características que las
que mostraba Humazga en todo momento; "no habrían existido
fuerzas humanas capaces que consiguiesen amilanarle", todo lo
contrario: con ello se envalentonó, le hizo mucho
más fuerte y se propuso, en adelante: adiestrar su mente,
agilizar su cuerpo y estar siempre alerta a todos los hechos,
acontecimientos y encuentros donde estuviese presente Iruya para
protegerla y desde donde él trataría de evitar
cualquier roce, -mal intencionado o no- de su rival para con la
princesa.

Todas estas situaciones las fue repasando e
imaginando el cacique mientras los efectos de la bebida, se le
iban subiendo al entrecejo.

CAPÍTULO IV.

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7
 Página anterior Volver al principio del trabajoPágina siguiente 

Nota al lector: es posible que esta página no contenga todos los componentes del trabajo original (pies de página, avanzadas formulas matemáticas, esquemas o tablas complejas, etc.). Recuerde que para ver el trabajo en su versión original completa, puede descargarlo desde el menú superior.

Todos los documentos disponibles en este sitio expresan los puntos de vista de sus respectivos autores y no de Monografias.com. El objetivo de Monografias.com es poner el conocimiento a disposición de toda su comunidad. Queda bajo la responsabilidad de cada lector el eventual uso que se le de a esta información. Asimismo, es obligatoria la cita del autor del contenido y de Monografias.com como fuentes de información.

Categorias
Newsletter